No, no era posible. El Informe cumplía escrupulosamente las formas, parecía intachable y por eso mismo era un desastre. Cuando llegó al buró se detuvo confundido ante los tres teléfonos. ¿Hasta cuándo tendrían que soportar aquella moral llena de trampas y mentiras? —Nada —dijo. Entre las … —Nadie —respondió Carlos sonriendo, para ocultar su nerviosismo, y entonces se dio cuenta de que Héctor estaba herido en la frente. —Por lo de la Juventud —lo ayuda Marta Hernández. —Para mí —gritó Orozco imponiéndose—, nada de eso es importante. —Las doce —dijo Sueltaelpollo como si tal cosa, y agregó—, me doblo. Cada paso era una, y los daba sin saber si podría alcanzar la siguiente. Entonces adoptó el hábito de fijarse metas parciales, como había hecho durante la Caminata. Estaba casi feliz, aquel veintiséis de marzo se había logrado el quinto millón y en su personalísimo cálculo de probabilidades esto era un triunfo. Después de reunirse con la Comisión Provincial, Carlos regresó a la oficina con la intención de revisar los reportes del Laboratorio. Se lo dijo a Kindelán cuando éste fue a ayudarlo preguntándole dónde vivía, pero no contó con que el Kinde estaba loco, con que se apenaría muchísimo diciendo, «¡Recórcholis!», contrariado de no poder darle una mano porque vivía en un cuarto con su loca y sus cinco loquitos. Carlos captó la dirección de la mirada de Roberto Menchaca y se volvió en el momento exacto en que éste le dijo que no lo hiciera. —Muchacho blanco —dijo Otto con voz infantil y temblorosa. «No», respondió al fin, «soy el único responsable.» Entonces Rubén sacó a votación la propuesta de Margarita: solicitar del Comité Municipal la separación indefinida, y para ayudar a Carlos pidió que empezaran votando los que estaban en contra. Un grupo de auras sobrevolaba el campo, salpicando de manchas fugaces el cielo color pizarra. El Bloque Estudiantil Unido había empezado a trasmitir. Devolvió la sonrisa. Había visto mil veces aquella escena, pero nunca le había irritado como ahora, delante de sus socios. Retiró violentamente la mano de Perla, dispuesto a sacar de allí a Munse. Nelson Cano se puso de pie y dijo, mirando a Carlos: —Tú decidiste, tú mismo decidiste. Detrás venía Héctor. Empezó a dar paseítos por el salón, si tuviera valor podría atreverse a revelar los vínculos entre el mal funcionamiento del Centro y el estilo de trabajo del Director, burocrático, supercentralizado y sin vínculo alguno con la base. Retuvo a Carlos y bloqueó el camino a Felipe. Terminaba, adiós, seguía lloviendo. El Gallo miró la hora en silencio y la comprobó en vano: eran las doce en todos los relojes. Para ellos, el barrio era mucho mejor ahora porque Pablo se había mudado cerca, y Pablo sabía tanto de trucos como el negrito Ángelo, y ninguna fiesta podía quedar mala si estaba Pablo. Lo que no será válido no sobrepasará las pruebas, y todo asunto que supere estos tiempos se desarrollará rápidamente y se convertirá en un proyecto sólido y duradero.» Todo era oscuro y, al mismo tiempo, todo parecía tener sentido. —Bien, compañero —dijo. Logró inquietar a Pablo, que se le acercó: —¿Cuál es tu berenjena, consorte? No halló valor para decirle la verdad a su mujer porque su error era demasiado humillante para ella y no se sentía capaz de afrontar el riesgo de perderla y renunciar a su único refugio. El crimen sería un acto de amor, una entrega sin límites hacia aquel cuello que había sido besado por otro. Estaba pensando en el regreso, en que Gisela iría a esperarlo al aeropuerto y esa noche le estrenarían las boticas a Mercedita y después harían el amor y jamás volverían a discutir, cuando escuchó la pregunta: —Any trouble, sir? Podían tomarlo por un loco. Todos dormían. ¿Estás con nosotros o no? «¿Alguien en contra?», preguntó al terminar la lectura. Y no llegaste, nos pasamos toda la noche esperándote y no llegaste. No lograron saber si era cierto; aunque tenía el rostro vuelto hacia ellos, su mirada era irreal, perdida, el color de su piel bilioso, y su mandíbula inferior se abrió de pronto hacia adelante en una arqueada que apenas logró dirigir sobre el lavabo. —Sé muchas cosas sobre ti. La Directora de la Escuela Primaria protestó formalmente ante él por el pésimo ejemplo que estaba dando a sus alumnos, quienes ahora querían ser locos e inventores y se escapaban de clases para correr junto a la cerca como en un manicomio. Sentía vergüenza y ansiedad, curiosidad y rabia en aquella tierra donde los machos cabríos berreaban, los toros bramaban, los caballos relinchaban, corrían, saltaban enfurecidos provocándole aquel golpe de sangre en el rostro al ver a las chivas, las vacas, las yeguas esperando a sus machos con la misma ansiedad con que Evarista se abría para Pancho José en las madrugadas, emitiendo el jadeo ronco que él no quería escuchar ni dejar de escuchar. Con la mano sobre el teléfono pensó que seguramente el muy cabrón se negaría pretextando cualquier cosa, e inmediatamente se desdijo, a pesar de todo el tipo era revolucionario y debía entender, tenía que entender, iba a entender que el rollo era parte de la lucha común por los Diez Millones. —Dije que no —dijo. —Toma —dijo—. La asamblea empezó a relajarse. ¡Católico, librepensador, protestante! —Como fumabas Kool... —murmuró él, un poco cortado. El Mai pasó entre la ganga y se sentó a su lado. Se los iban a matar, José María, le iban a matar a los hijos, y él tendría la culpa, ¿acaso no conocía a los negros? ¿Qué ganas, eh? Aumentaron el ritmo, o quizá sólo creyeron que lo hacían al moverse dando tumbos como borrachos, animados por las voces de aliento de quienes ya habían llegado, por los aplausos y los vivas con que los recibían, como héroes que sólo se desploman en la meta. Habían quedado en verse a las once de la noche y era él quien llegaba atrasado. — gritó, y el Cabroncito echó a correr. Quedaron petrificados por el miedo: las ventanas estaban taponadas de negros. Ella salmodiándole, «No duermas tanto, los huesos te van a criar babilla». Los carros le resultaban tan ajenos como los anuncios y el idioma, era como si en cierto punto del camino el mundo en que nació hubiese tomado otro rumbo haciéndole perder las claves de aquel en que se hallaba. Entonces las pandillas del barrio se unieron para cazar a los señuelos y resistir el contraataque. El techo cobraba un vertiginoso movimiento circular, parecía que iba a estallarles en la cara. Permuy empezó diciendo horrores del tiroteo y él pensó que el mulato seguía con el mando subido a la cabeza. Estaba casi vacía. —¿Solución? —Vagaba por aquí —dijo vagamente míster Montalvo Montaner—. Estaban vibrando con un programa estremecedor, ¡Luuuchaaa Liiibreee!, que el locutor definía como el choque del Bien contra el Mal, el terreno donde las más bajas pasiones entablaban fiero combate contra las mayores virtudes. —Formidable —dijo con entusiasmo—. Ella se sirvió tres dedos y los bebió de un trago. Hubo sólo un momento de tensión, y fue cuando Gisela precisó: «Una mulatica.» Su madre siguió cosiendo, suspiró y dijo: «Una mulatica», él tomó conciencia por primera vez de que su hijo no sería blanco, y deseó que por lo menos fuera adelantado, pareciera blanco, y sufrió el temor de que saliera al bisabuelo de Gisela, negro prieto según los recuerdos de la familia, para avergonzarse ahora ante la memoria vigilante de Chava, encarnada quizá en la seiba iluminada por los faros del yipi, y tener una miseria más de qué arrepentirse ante la muerte. Si no les bastaba su antiimperialismo, demostrado en el Círculo, ni su participación en la candidatura de la izquierda, peor para ellos. «¡Va!» Automatizó el movimiento de recibir y entregar. Ahora no quiero. A lo lejos sonaban sirenas de ambulancias. ¡Mira que por eso matan a uno! Mover los labios hinchados le costaba trabajo. «¡Todos serán esclavos!» Entonces fue cuando se escuchó el esperado grito salvador, «¡HALCOOONEEES!», y la heroica escuadra de Guardianes de la Libertad asaltó la guarida del Mal entablando desigual combate contra los sicarios rapados. Carlos quiso retroceder un poco, pero la multitud enardecida lo empujó hacia adelante, donde volvió a sentirse indefenso. ¿Que a mí me dio en el pepino y a su madre en la papaya?», voceó el agredido antes de lanzar una bota contra los agresores, que respondieron con fuego graneado de botas en la noche. Carlos lo miró, desconfiado. Era imposible, total, completa, absolutamente imposible. Dejó caer el pan, cerró los ojos, y el frío de la tierra comunicó a su cuerpo una vaga modorra en la que los dolores se le hicieron insoportablemente dulces. Él se quedaría quieto mirando los encajes de luces y sombras, oyendo al abuelo decir, «Es luna de muerto», asombrado de que la luna de muerto fuera tan linda y la una tan radiante y sombría. —preguntó. ¡O-roz-co! —Bien —dijo—, haré una pregunta que debe ser respondida en la próxima reunión: ¿existen entre nosotros compañeros con problemas ideológicos? —¿Cómo se llamará ese hombre? Tratando de explicarse cómo pudo ser tan comemierda llegó a la conclusión de que si el cine había sido la causa de su felicidad, también lo estaba siendo de su desgracia. Carlos decidió apelar al método de los cromañones y se acercó a la rubia para conducirla hasta la vidriera. José María empezó a sonreír, bebió más cerveza y chocó botellas con Manolo, ¿veían?, aprendieran, tío era un bicho, así, del aire, le había inventado un negocio. A eso de las nueve, las nubes que ocultaban la luna se movieron y una luz espectral cubrió el campo. Alegre, con una calavera en las manos, tiritaba. La izquierda cedió la palabra como prueba de buena voluntad y Juan Jorge Dopico se paró en la derecha para abrir el debate. R». Luego le mostró un cadenón, señaló la imagen de la Virgen de la Caridad, labrada en oro dentro de la medalla: mirara bien, Ella era Shola Anguengue, Madre del Agua. ¡Ra-tata-tá!» Sabía que los suyos atacaban, era jefe de aquella tropa dura, fogueada, capaz de combatir bajo la lluvia sin importarle el fango ni los disparos de un enemigo que se había dado cuenta demasiado tarde de la estratagema y ahora intentaba una defensa desesperada con armas cortas, «¡Bang! El matrón era un mulato bajo y corpulento, con las pasas planchadas, brillantes, grasientas y con un intenso olor a perfume. —A zona dos. Se habían hecho amigos durante la zafra del sesentinueve, cuando él trabajó como jefe de las brigadas regionales, promovido por el propio Despaignes, que ahora parecía preguntarle a quién se subordinaría en caso de ser nombrado administrador del «América Latina». Él fue el primero en seguirlo, rompiendo el equilibrio, y sólo a ti se atrevería a confesarte que, más allá del odio acumulado, sentía una necesidad obsesiva de ganarse el respeto de aquel hombre. Él cerró los ojos para concentrarse en el delicado sabor de los tamales y del mojo, e inventó el juego de descubrir qué sabores había, cuáles no. Entonces le empezó a contar su leyenda, se fue animando y sintiéndose heroico, pasó del prestigio del pasado a las responsabilidades del presente y a la imagen de un futuro cercano en que sería Presidente de la FEU y hablaría en grandes concentraciones estudiantiles; inflamado por sus propias palabras, habló de su papel en el destino del país, ¿quién sabía?, pero por lo pronto debía ser fiel a su tarea inmediata, a la confianza de las masas, a la sensación indescriptible, que sólo con ella compartía, de saberse un revolucionario ejemplar. —Indio —dijo. «Fíjate qué cosa», dijo,»desde los once años me la pasé cortando caña y después vino la guerra y ahora estoy aquí, y tú, con esas manos de oficinista...» Carlos quedó en silencio, mirando las manazas del Director, hasta que éste dijo: «Oká, cuando termine la zafra vuelves con nosotros, ¿de acuerdo?» «¿Iraida?...» se atrevió a preguntar él, y el Director le dijo que no se preocupara, estaba bien, de secretaria del Pocho Fornet en la Biblioteca Municipal, fichando libros, y ya en la puerta lo despidió con un abrazo. Sonrió al verla conmovida, indecisa, iniciando un gesto hacia su espalda, otro hacia sus manos, uniéndosele al fin tiernamente. —La mujer está pariendo —respondió sencillamente Kindelán— y el Biblio fue al hospital. La aguja del tocadiscos rayaba una y otra vez la placa y el reloj marcaba las tres de la madrugada. ¡Compártelo! Las Damas Católicas suspendieron la ayuda, los anunciantes rescataron sus contribuciones, la Asociación transfirió los fondos de la colecta y del gran bingo al capital inicial para la construcción del nuevo edificio. ¿Tú no sabes que mi abuelo se fue a la guerra en el sesentiocho y mi padre en el noventicinco, y que yo fui abecedario en el treinta, y lo perdimos todo y no se cumplió una sola de aquellas malditas promesas? Hasta ahora había podido, respondió Gisela, y ya era tarde, las cosas se habían ido enfriando con el tiempo, la perdonara pero sentía como si algo se le hubiera muerto dentro. Y cuando el fuego atávico del miedo se avivó de pronto con la fuerza avasallante de los primeros días, hubo, al menos, cuatro causas para explicar el cambio. Lo tomaron y regresaron corriendo y cantando: «Felicidades, teniente, en su día, que lo pase con sana alegría...» Aquiles Rondón no reaccionó de inmediato. Se encasquetó el sombrero para burlar el sol y asegurarse que no eran visiones; que aquellas líneas verdinegras que la máquina parecía arrancar de la tierra, partir en el aire y entongar en una carreta eran cañas y no una ilusión óptica. Él separó la vista de las nubes y siguió el índice de su amigo. —Constrúyanlo así —dijo—. El «América Latina», debía moler desde el día siguiente para un millón doscientasmil arrobas, y Pablo y Despaignes no coincidían en los estimados de cantidad de caña, ni en los de estructuras de cepas y variedades, ni en la programación de corte, ni en los índices de rendimiento planificados para el central. Ella lo trató a cuerpo de rey y él advirtió que su plan había empezado a funcionar. 'Apasionada, blasfema, satírica. Carlos pensó que era verdad: los ojos del niño estaban desorbitados, rojizos. El Indio interrumpió su explicación, cómo coño se atrevía a burlarse de la Era Cósmica. Pero ahora que la guerra iba a estallar, había estallado, estaba estallando quizá en la noche, ahora que los novecientos compañeros de su batallón se jugaban el pellejo por la patria, pensaba que el costo de su decisión había sido demasiado alto y reconocía haberla tomado bajo el impulso de la rabia que le produjo su sanción por haberse fugado. —Ay, ¿pero quién es este niño, Dios mío? ¿Prepararse para qué?, ¿para una guerra contra los yankis, el imperio más hijoeputa del mundo, que además estaba ahí mismo, a la vuelta de la esquina? De modo que aquél era el momento oportuno para contárselo todo. ¿Qué te propuso? —La reina —dijo. Demuéstralo. Bajo el agua, mientras se orientaba hacia aquel cuerpo ondulante, Carlos pensó en el tiempo que había dedicado a encontrar un saludo adecuado y simple, como hi, por ejemplo, sólo para que no le sirviera de nada frente a Gipsy. Increíble, un moderador cundiendo al pánico y repitiendo las (las leyes no protegen al delincuente, están ahí solo que no se aplican y los operadores son los corruptos)... bueno así es el miedo, hace tambalear todo, produce crisis en todo, desde un simple foro hasta en el gobierno mismo. La mayoría de sus compañeros no esperaba que el más lento, el más torpe de los días iniciales fuera también un excombatiente. ¡No prestes... —Dejó de hablar porque una palabra invadió el cuarto, amplificada por el aparato del BEU, «¡Me-lón!, ¡Me-lón!, ¡Me-lón!». —Él no hizo nada —dijo ella, convencida. Cuando le hablaron de un viaje pensó en el Che, en la guerrilla, en algún enlace, contacto, riesgo. Abrió los ojos y vio a Jorge detenido en el umbral. La palabra le revolvió el alma al asociarla con su hija. Pero, entonces, ¿cómo mirar su rostro en el espejo? 5 Entonces su madre le empezó a gritar que se había vuelto loco y él, abriendo más la puerta, tú también, y ella, sí, loca, y no era para menos, la iba a matar del corazón el día que vinieran a decirle que lo habían encontrado por ahí, como a esos pobres infelices, con dos tiros en la cabeza. Para eso le hacía falta dinero, se dijo registrándose los bolsillos vacíos. Carlos soportaba el escándalo y las bromas en silencio, agradecido, deseando que llegara el momento de largarse, habituado a mirar a Gisela como a una amiga, una prima, una hermanita zumbona. El punto lanzó una carcajada. ¡No! De pronto, el viaje tonto se había vuelto espléndido. En el Parque Central, el OK Corral de sus juegos con Pablo, el acto había comenzado. Era un negro bajito, gordo y jaranero, cuyas ocupaciones principales, casi únicas, eran tocar tumbadora y jugar al prohibido. Fue hacia Jorge, que emitía extraños sonidos guturales. Y en medio de las frecuentes discusiones con Gisela, que seguía reprochándole su desinterés: no le daba una mano en las tareas cotidianas, no hacía una cola, no se ocupaba de su hija, no se había hecho siquiera cederista, volvió a pensar que su sitio verdadero estaba en la Sierra de Falcón, en los bosques de Jujuy o en las montañas de Cundinamarca. «¡Cúbrete!», le gritó el Mai. Necesitaba estudiar filosofía; unas semanas atrás, recordando la formidable experiencia que había tenido ya con El Manifiesto, leyó la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; no entendió ni hostia y cuando pidió ayuda le dijeron que debía leer también una larguísima serie de filósofos alemanes, economistas ingleses, socialistas franceses y pensadores de clasificación diversa que terminaba, o empezaba en Demócrito, Anaximandro y Anaxímenes. Para navegar y hacer uso del Portal, un Usuario no requiere facilitar información personal. Pero no abandonó el negocio, daba mucha plata, les explicó, así que había conseguido un localcito y un empleado, nada tenían que temer, lo hacía por ellos, por el futuro de ellos, porque pudieran ingresar en la universidad el día de mañana. Fanny sonrió, se puso a gatas y avanzó hacia la entrepierna de Jorge. Al atravesar la puerta se sintió asaltado por la idea insólita de que ya no era comunista. Recogieron montones, canas, pasas, mechones negros, rubios, rojos, los agruparon y les prendieron fuego. Bien —añadió—, ciento ochenta por diez mil son, deja ver, cinco ceritos... —Un millón ochocientosmil —dijo él, sin poder contenerse. Desde el momento mismo de la caída había comenzado a moverse taimadamente hacia el animal. Carlos aprovechaba la paz del cuarto y de la noche para entregarle su ternura, atento a los orines, los excrementos o las escaras, descubriendo el cuerpo que lo había engendrado como si descubriera el de su propio hijo. Otto no había mirado en ningún momento el pulso ni el dinero: desde el principio había estado acechándole los ojos a Berto, buscando sostenidamente un encuentro que Berto parecía rehuir. Entonces regresó a la cama, puso la mano sobre el vientre de Gisela y le pidió perdón. Desclavó la cuchilla. Ahora lo tenía acorralado frente a la covacha y le hablaba despacio, como a un perro. Partieron barranca abajo quinteando en las botellas, con la cabeza del chivo delante, como un estandarte. ... pero en la empuñadura de su arma de cristal humedecido las iniciales de la tierra estaban escritas. Esa tarde la Comisión, presidida por Monteagudo y Pérez Peña, decidió que el estado de las inversiones capitales del «América Latina» le permitían continuar en zafra, y siguió su gira de inspección dirigiéndose al «Perú». WebHOY CHAPA TU MONEY Fecha Miercoles 13 de Julio, 2022 Horario 07:00 PM La venta de entradas ha finalizado. —Quiay, Alegre —respondió Monteagudo poniéndole la mano en el hombro, con un gesto inusual de ternura. Un murmullo creciente se extendió por la sala y el Presidente pidió silencio, por favor, no entablaran diálogos, e instó a Rubén a continuar pero ciñéndose al caso y a los hechos. «Para que hagas algo por la patria», se había burlado Gisela, y al partir, Carlos se dijo que atesoraría en la memoria aquel instante, se despidió uno a uno de los miembros de la familia diciéndoles que no sabía, que no tenía cómo agradecer. Despaignes lo condujo al podio y se hizo un silencio que Orozco no logró romper. Era alto, con una panza llena, según él, de cerveza, y sus brazos eran musculosos como los cuartos traseros de un toro. ¡Kikirikíii! Entonces se empezaron a reír y contagiaron a los atacantes de rostros pintarrajeados, que gesticulaban como payasos hasta que Carlos gritó que parecía mentira, coño, esa pasta, ese betún, esas botas, esos colchones los pagaba el pueblo, y desde hoy, compañeros, se acabaría el bonche en la Beca. La pregunta de Pedro Ordóñez sobre el error lo había conmovido, y aunque llegó a entender que quizá un administrador no debería emplear tiempo y fuerzas en una tarea de peón, sentía la necesidad moral de pagar. —Ahí están —dijo Héctor. El radio emitía un pitido agudo y taladrante. Llegó incluso a trotar sonriéndole a los espíritus del abuelo y de Chava, que estarían contentos de su valor, en el más allá, y continuó trotando por guardarrayas desconocidas hasta que lo sorprendió un caserío desvahído, impreciso, irreal en medio de la neblina lavada por la luna. ¿No sabían acaso que el punto donde se encontraban era secreto militar? Nunca se lo había confesado, tal vez nunca lo había entendido con tanta claridad como ahora, desesperado, desnudo ante la nada, cuando la conciencia del fracaso hacía ridícula su pretensión. Vieron, en un cruce de guardarrayas, otra brigada apiñándose en una carreta tirada por un tractor y las sombras de un cordón de macheteros abriendo trocha. —Dame otro trago —pidió Carlos. —gritó él. Entró tenso al varaentierra del Puesto de Mando, pero sus compañeros lo saludaron con gestos y sonrisas, sin abandonar la tarea de colocar cuatro cabos de velas en los topes del camastro donde descansaba el Segundo con el rostro afilado por la lívida luz de los cirios, mientras el Dóctor entonaba una letanía coreada por aquella tropa donde todos parecían haberse vuelto locos, como Kindelán y el Archimandrita. —No —respondió tajantemente Carlos. Tuvo una imperiosa necesidad de movimiento, fue hasta el borde del muro, afincó los dedos de los pies, flexionó las rodillas y saltó al vacío. Había empezado, dijo, la etapa del esfuerzo decisivo; para lograr los Diez Millones era imprescindible llegar al séptimo en abril, reduciendo el atraso en tres días y no en uno, como había dicho el compañero Carlos; y aún así, entre el primero de mayo y el veintiséis de julio habría que producir otros tres millones, y esto, bajo las lluvias, sería poco menos que un milagro. Perdona, chico, a veces la política es así. En última instancia podría salir, señalar con el dedo y pujar como los cromañones: «U, u.» Al entrar se sintió confundido. Esa noche les comunicó que las tropas coheteriles habían derribado un avión yanki, un modernísimo U-2, y que la guerra nuclear podía desatarse en cualquier momento: necesitaba un voluntario para que lo acompañara en una misión urgente. La comida era frugal, pero sabía a los mejores recuerdos de su vida. Su madre, la tía Carmelina y la tía Ernesta se enredaron en una discusión mientras curaban a Julián y mandaban a callar a la prima Rosalina, que no paraba de burlarse. Entonces tuvo una iluminación. —Enlace —llamó—, enlace. Arriba, el sargento golpeó el borde del muro con su palo. Entonces volvió a sentirse solo, desgajado, y pensó en hacerle una carta amistosa dándole las gracias por todo. Ahora Helen quiere irse, ahora Helen se va. Carlos avanzó hacia la cama al murmurar: —¿Y tú? Tenía segundas y terceras falanges de la derecha. Él echó a correr, olvidando el musgo que forma el mar sobre el cemento, y resbaló. Carlos quedó inmóvil en la cuneta mientras el Barbero se alejaba con su familia. —Pero compañeros, los lectores... Carlos siguió su camino. Y ahora, al dirigirse a los tándems, se dijo que al menos esta noche la solución parecía corresponder a la suerte. Carlos echó hacia atrás la silla y el ruido de la madera contra el piso le sonó a un sacrilegio. Después descubrió, tuvo y perdió a Fanny, y entonces rumió su ruina frente al mar morado del invierno, preparado para esperar hasta mayo o hasta nunca, como pensaba a veces, cuando se ponía triste y el club le parecía doloroso y sombrío. Carlos intuyó que el Capitán Monteagudo no estaba para querellas internas, y cuando reanudaron la reunión y le llegó su turno se limitó a decir que él estaba allí para mantener el central moliendo y así lo había hecho. No era posible que hubiese hecho todo aquello, dicho todo aquello, encontrado un oscuro placer en volcar sobre Gisela las babas del monstruo asqueroso que se agitaba en su cabeza. «Las iniciales de la tierra» es una novela llena de invenciones verbales, de colores y de músicas: con un dominio perfecto del matiz, gracias al cual las palabras, las cosas y las gentes son miradas a la vez por dentro y por fuera» (Françoise Barthmy, Le Monde Diplomatique). Permuy se había ido relajando. Ella se dio vuelta para exponer la espalda al sol. Carlos no entendía nada, pero una vez más, se sintió bien. «Tom and Mary are in the», dijo y se quedó en blanco. «Taloco, apúrate», Kindelán lo llamaba desde el sitio que correspondió al pelotón, donde ya tenía reservadas dos parejas de árboles para colgar hamacas. Carlos solía recalar también allí, porque era el mejor lugar del Vedado para comer algo después de las tres de la mañana. Puso todo aquello en blanco y negro, contando con el apoyo de ciertos compañeros que se habían comprometido a ir hasta el final; pero a la hora del cuajo los tipos se apendejaron, lo dejaron solo y cuando el Director los apretó, empezaron a tartamudear. Las manos le dolían del frío. Era lindo, azul, azul prusia, azul turquí o verde, verde botella, verde esmeralda, verde limón o verde mar. Mirándolo operar se dijo una y otra vez que así debían ser los físicos, esos magos modernos, limpios, atildados, tan sabios que estaban a miles de kilómetros de la gente como él, que no tenía otro horizonte que la zafra. Bajo la tenue luz del velador su rostro tenía una inocencia siniestra. En las páginas centrales del órgano de la FEU había un comentario elogiosísimo de la dichosa exposición, ilustrado con unas fotos de los cuadros, más horribles aún que los originales. No le respondió. —Molidas altas —dijo. El recuerdo de Gisela interrumpió la ilusión. A mitad del camino se sintió mejor, el cuerpo le estaba respondiendo, casi no sentía las ampollas de la Caminata.
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